sábado, 12 de febrero de 2011

La mujer Falsa | Capítulo 1


El primer capítulo de "La mujer Falsa". ¡Léelo y danos tú opinión!


Capítulo 1
En junio de 1794 los rosales habían florecido completamente y los prados tenían ese denso verdor que sólo existe en Inglaterra. En el condado de Sussex se levantaba una casita pequeña y cuadrada, de dos plantas; una casa sencilla rodeada por una simple verja de hierro. La casa había sido anteriormente parte de una propiedad más extensa, el anexo destinado a la familia de un jardinero o un guardabosque, pero el resto de la propiedad había sido subdividido mucho tiempo atrás y vendido para pagar las deudas de la familia Suárez. Todo lo que restaba de esa familia, antes grande, era esta casa pequeña y descuidada, y las personas de Camilo Suárez y de su hija Eugenia.
Camilo Suárez estaba sentado frente al hogar vacío en la sala de la planta baja. Era un hombre bajo y grueso, con su chaleco desabotonado sobre el vientre redondo (que había sido creado por la falta de ejercisio a travéz de los años); la chaqueta había sido arrojada descuidadamente a otra silla. Tenía las gruesas piernas enfundadas en pantalones de sarga; los pies calzados con zapatos de delgado cuero. Un setter irlandés, grande y somnoliento, se apoyaba en un brazo del viejo sillón, y Camilo acariciaba distraídamente las orejas del perro.
Camilo se había acostumbrado a su sencilla vida rural. En realidad, prefería tener una casa, menos criados, y menor responsabilidad. Recordaba la amplia casa de su niñez como un lugar donde se desperdiciaba el espacio, un lugar que exigía gran parte del tiempo y la energía de sus padres. Ahora tenía sus perros, un buen pedazo de carne para la cena, e ingresos suficientes para mantener en orden sus establos; de manera que estaba satisfecho.
A su hija no le sucedía lo mismo.
Eugenia estaba de pie frente al alto espejo de su dormitorio de la planta alta, y alisaba el largo vestido de muselina sobre el cuerpo alto y un tanto regordete. Siempre que se veía ataviada con las nuevas modas francesas, experimentaba un sentimiento de disgusto. Los campesinos franceses se habían rebelado contra los aristócratas, y ahora, porque esos blandos franceses no podían controlar a sus inferiores, todo el mundo tenía que pagar las consecuencias. Todos los países tenían la mirada puesta en Francia y se inquietaban ante la posibilidad de que les sucediese lo mismo. En Francia, todos deseaban aparentar que pertenecían a la clase baja del pueblo; por eso mismo, los rasos y las sedas prácticamente habían sido desterrados. Las nuevas modas estaban diseñadas en muselinas, zarazas y percales.
Eugenia examinó la imagen de su cuerpo, reflejada en el espejo. Por supuesto, los nuevos vestidos le sentaban perfectamente. Pero no estaba segura de que sucediese lo mismo con otras mujeres de físico menos apreciado que el suyo. El vestido tenía un profundo escote sobre los pechos grandes, de modo que ocultaban muy poco la forma y la blancura de los mismos. La gasa celeste estaba sujeta con una cinta de raso azul exactamente bajo el busto, y el vestido caía desde allí hasta el suelo. El bajo estaba formado por una cinta de distinto color. Los cabellos rubios de la joven estaban recogidos y sostenidos con una cinta, y los gruesos cabellos colgaban sobres los hombros desnudos. Eugenia tenía cara redonda; ojos verdes; pestañas y cejas claras; boca muy grande y sonrosada, todo lo cual formaba un capullo perfecto. Cuando sonreía se le formaba un minúsculo hoyuelo en la mejilla izquierda.
Eugenia se apartó del alto espejo y se acercó a la mesa de tocador. Ésta, como casi todo el resto de lo que había en la habitación, estaba adornada con un tul rosa pálido. A la joven le agradaban los tonos pastel la complacía todo lo que era tierno, delicado y romántico.
Había una caja grande de bombones en el tocador, y la capa superior casi habían desaparecido. Al asomarse a la caja, la joven esbozó un bonito gesto. Esa horrible guerra francesa había interrumpido la elaboración del mejor chocolate, y ahora ella tenía que arreglase con el inglés, de menor calidad. Eligió uno, y después otro. Cuando estaba saboreando el cuarto, y lamiéndose los sucios dedos, vio entrar a la habitación a Mariana Espósito.
El chocolate de inferior calidad, la delgada tela del vestido y la presencia de Mariana eran todos resultado de la Revolución Francesa. Eugenia eligió otro bombón y observó a la joven francesa que se movía discretamente de un extremo a otro de la habitación, y recogía los vestidos que Eugenia había arrojado al suelo. La presencia de Mariana recordó a Eugenia cuán generosos eran ella y todos los ingleses. Cuando los franceses se vieron expulsados de su propio país, los ingleses los acogieron. Por supuesto, la mayoría de los franceses había solventado sus propios gastos; más aún, habían introducido en Inglaterra una novedad, denominada restaurante. Pero había personas como Mariana: sin dinero, sin parientes ni profesión. En esos casos los ingleses habían demostrado su verdadera generosidad. Habían aceptado en sus hogares a todos estos desamparados.
Eugenia se había trasladado a un puerto de la costa oriental de Inglaterra, precisamente a la llegada de una nave con refugiados. Ese día su humor no era bueno. Su padre acababa de informarle que ya no podría pagar a su doncella personal. Se había suscitado una terrible disputa entre ambos (padre e hija), y entonces Eugenia recordó la existencia de los emigrados. En cumplimiento de un alto deber moral acudió en ayuda de los pobres franceses sin hogar y trató de extender su beneficencia a uno de ellos.
Cuando vio a Mariana, comprendió que había hallado lo que buscaba. Tenía el cuerpo menudo (pequeño), los cabellos marrones, con algunos mechones más claros, recogidos bajo un sombrero de paja, la cara redonda con enormes ojos castaños sombreados por pestañas largas, gruesas y oscuras. Y en esos ojos había mucha tristeza. Parecía que no le importara mucho vivir o morir. Eugenia comprendió que una mujer que adoptaba esa expresión se sentiría muy agradecida por la generosidad de su protectora.
Y ahora, tres meses más tarde, Eugenia casi lamentaba todo lo que había dado a Mariana. No era que la joven fuese incompetente; en realidad, era demasiado competente. Pero a veces sus movimientos elegantes y desenvueltos conseguían que Eugenia se sintiese casi torpe.
Eugenia volvió los ojos hacia el espejo. Qué pensamiento absurdo. Tenía una figura majestuosa, impresionante...todos lo decían. Dirigió a Mariana una mirada hostil a través del espejo, y se quitó la cinta que le sujetaba los cabellos.
—No me agrada cómo me peinaste esta mañana— dijo Eugenia, recostándose sobre el respaldo de la silla y sirviéndose dos bombones más.
En silencio, Mariana se acercó al tocador y tomó un peine para reordenar los cabellos bastante finos de Eugenia.
—Usted todavía no ha abierto la carta del señor Riera.
Su voz era tranquila, sin acento, excepto el hecho de que pronunciaba cuidadosamente cada palabra.
Eugenia esbozó un breve gesto con la mano.
—Sé lo que tiene que decirme. Quiere saber cuando iré a América, y cuándo me casaré con él.
Mariana enroscó en sus dedos uno de los rizos.
—Creí que usted deseaba fijar una fecha. Sé que le agradará ese matrimonio.
Eugenia la miró a través del espejo.
—¡Qué poco sabes! Pero, por supuesto, es imposible que una francesa comprenda el orgullo y la sensibilidad de los ingleses. Nicolás Riera es norteamericano. ¿Cómo es posible que yo, descendiente de los padres de Inglaterra, me case con un norteamericano?
Con movimientos cuidados Mariana ató la cinta alrededor de los cabellos de Eugenia.
—Pero no comprendo. Creí que se había anunciado el compromiso.
Eugenia arrojó al suelo la hoja de papel que era la base de la primera capa de bombones, y retiró uno grande de la segunda capa. El caramelo le agradaba mucho. Con la boca llena, comenzó a explicar:
—¡Los hombres! ¿Quién puede entenderlos? Necesito casarme para huir de esto.— Con un gesto de la mano indicó la reducida habitación —. Pero el hombre con quien me casaré será muy distinto de Nicolás. He oído decir que algunos americanos se parecen bastante a la idea que tenemos de lo que es un caballero; por ejemplo, ese señor Jefferson. Pero Nicolás está muy lejos de ser un caballero. ¿Sabes que calza las botas incluso en la sala? —Eugenia se estremeció—. ¡Algodón! Es un campesino, un patán, ¡un vulgar campesino norteamericano!
Mariana alisó el último rizo.
—Y sin embargo, ¿aceptó su propuesta?
—¡Por supuesto! Una mujer necesita muchas propuestas; de ese modo es más interesante. Cuando estoy en una fiesta y veo a un hombre que no me agrada, le digo que estoy comprometida. Cuando veo a un hombre que sé que es apropiado para una mujer de mi clase, le informo que estoy contemplando la posibilidad de romper mi compromiso.
Mariana se apartó de Eugenia y recogió las envolturas vacías de las golosinas. Sabía que no debía hacer comentarios, pero no pudo contenerse.
—Pero, ¿y el señor Riera? ¿Eso es justo para él?
Eugenia atravesó la habitación hasta una cómoda y arrojó tres chales al suelo antes de elegir uno escocés.
—¿Qué sabe un norteamericano de justicia? Son unos ingratos, se declararon independientes después de todo lo que hemos hecho por ellos. Además, adoptó una actitud insultante conmigo cuando creyó que yo podía casarme con un hombre como él. Y me pareció un tanto temible con sus altas botas y su actitud arrogante. Me pareció que estaba más cómodo montando un caballo que en un salón. ¿Cómo podría casarme con un hombre así? ¡Y me solicitó dos días después de conocerme! Recibí una carta con la noticia de que su hermano y su cuñada habían muerto, y de pronto pidió mi mano. ¡Qué hombre más insensible! Quiso que volviese inmediatamente a América con él. Por supuesto, me negué.
Sin permitir que Eugenia le viese la cara, Mariana comenzó a doblar los chales desechados. Sabía lo que sentía a menudo se reflejaba en su cara, y que sus ojos, expresaban sus pensamientos y sus sentimientos. Durante los primeros tiempos de su permanencia en el hogar de los Suárez, se sentía demasiado aturdida para prestar atención a los discursos de Eugenia acerca de los franceses ignorantes y débiles, o de los norteamericanos toscos y desagradecidos. En ese momento, su pensamiento estaba concentrado en el horror sangriento de la Revolución, sus padres arrastrados fuera de la casa, el abuelo... ¡No! Todavía no estaba en condiciones de recordar esa tormentosa noche. Quizá Eugenia le había hablado antes de su prometido, y Mariana no la había escuchado. Era muy probable. Sólo en las últimas semanas parecía que comenzaba a despertarse de ese estado de sonambulismo.
Tres semanas antes se había encontrado con una de sus primas en una tienda, mientras esperaba que Eugenia se probase un vestido. La prima de Mariana proyectaba abrir una pequeña tienda dos meses después, y había ofrecido una participación a Mariana. Por primera vez, Mariana tenía un modo de independizarse, de ser algo más que un objeto de calidad.
Al huir de Francia, lo había hecho con un relicario de oro y tres esmeraldas cosidas al dobladillo de su vestido. Después de ver a su prima, vendió las esmeraldas. El precio obtenido fue muy bajo, pues el mercado inglés estaba inundado de joyas francesas y los hambrientos refugiados con frecuencia estaban tan desesperados que no podían regatear. Por la noche, Mariana permanecía levantada hasta tarde en su cuartito del desván de la casa de Eugenia, y cosía prendas para su prima, con el fin de ganar un poco de dinero. Ahora tenía casi el total de la suma necesaria, oculta cuidadosamente en una cómoda de su habitación.
—¿No puedes darte prisa? —dijo impaciente Eugenia—. Siempre estás soñando. ¡No me extraña que tu país esté desgarrado por tantas disputas internas si lo pueblan personas tan haraganas como tú!
Mariana se irguió y elevó su mentón. Se dijo que faltaban pocas semanas. Después, recobraría su libertad.
Incluso en su estado de atontamiento, Mariana había aprendido algo acerca de Eugenia: el desagrado que experimentaba ante la presencia física de los hombres. Si podía evitarlo, no permitía que un hombre la tocase. Decía que eran seres groseros, ruidosos e insensibles. Sólo una vez Mariana la había visto sonreír con sincera calidez ante un hombre, y en ese caso se trataba de un joven de cuerpo delicado y abundante encaje en las mangas, además de una enjoyada cajita de rapé en la mano. Esa vez Eugenia no se había mostrado temerosa ante un hombre, e incluso le había permitido besarle la mano. Mariana estaba impresionada por la actitud de Eugenia, que se mostraba dispuesta a dominar su aversión al contacto con los hombres y a casarse con el fin de mejorar su condición social. O quizá se trataba de que Eugenia no tenía idea de lo que sucedía entre el marido y la mujer.
Ambas mujeres salieron de la casita, después de bajar la estrecha escalera central cubierta por una vieja alfombra. Detrás de la casa había un pequeño establo y un sitio para carruajes, y Camilo Suárez los mantenía en condiciones mucho mejores que la casa. Todos los días a la una y media Mariana y Eugenia atravesaban el parque en un elegante carruaje de dos asientos, tirado por un caballo. El parque había pertenecido en otro tiempo a la familia Suárez, pero ahora era propiedad de personas a quienes Eugenia consideraba advenedizos y plebeyos. La joven nunca había preguntado si podía atravesar el parque boscoso, pero nadie se lo había impedido. A esa hora del día ella podía imaginar que era la señora de la residencia, como antes había sido su abuela.
El padre se había negado a emplear un cochero, y Eugenia no aceptaba viajar en el mismo vehículo que los malolientes peones del establo. Tampoco quería conducir su propio carruaje. El único recurso que le restaba era permitir que lo hiciese Mariana. La joven francesa ciertamente no temía al caballo y además le agradaba manejar el pequeño vehículo.
A veces, por la mañana temprano, después de coser unas horas, y antes de que Eugenia despertase, se dirigía a los establos y acariciaba al hermoso corcel de pelo castaño. En Francia, antes que la Revolución hubiese destruido su hogar y arrasado el estilo de vida de su familia, ella solía cabalgar horas enteras antes del desayuno. Estas tranquilas horas iniciales de la mañana casi la hacían olvidar la muerte y el fuego que presenció. El parque era especialmente hermoso en junio, cuando los árboles se inclinaban sobre los senderos cubiertos de grava y proyectaban su sombra, formando hermosos y pequeños retazos de luz solar sobre los vestidos de las mujeres. Eugenia sostenía una sombrilla formando ángulo con su cabeza, y trataba así de conservar pálida su piel. Al mirar a Mariana, la joven inglesa emitió un gruñido. La tonta muchacha había dejado el sombrero de paja en el asiento, entre ambas, y el aire acariciaba los relucientes cabellos color chocolate. La luz del sol arrancaba chispas a los ojos de la francesa; los brazos que sostenían las riendas eran esbeltos, con leves curvas en algunos lugares. Eugenia desvió la mirada con disgusto. Sus propios brazos eran excepcionalmente blancos y suavemente redondeados, como correspondía a una mujer.
—¡Mariana!—exclamó Eugenia—. ¿Al menos una vez podrías comportarte como una dama? ¿O por lo menos recordar que yo lo soy? Ya es bastante desagradable que me vean con una mujer medio desnuda, pero además nos llevas volando en este coche.
Mariana arregló el delgado chal de algodón sobre los hombros desnudos, pero no se puso el sombrero. Obediente, habló al caballo y lo obligó a reducir la velocidad. Pensó: “un poco más, y ya no tendré que obedecer las órdenes de Eugenia”.
De pronto; la tranquilidad de la tarde se vio quebrada por la presencia de cuatro hombres a caballo. Montaban animales grandes, de patas gruesas, más apropiados para tirar de un carro que para ser montados. Era anormal que hubiese forasteros en el sendero, y sobre todo hombres que sin duda no eran caballeros. Tenían las ropas raídas, y manchados sus pantalones de pana. Uno de los hombres vestía una camisa de algodón de mangas largas, con grandes rayas rojas y blancas.
Durante un año entero Mariana había vivido en Francia dominada por el terror. Desde que la turba enfurecida asaltó el castillo de sus padres, ella y el abuelo se escondieron tras una cómoda, y después huyeron protegidos por el humo negro que brotaba de la casa en llamas. Ahora reaccionó con presteza. Advirtió la amenaza representada por los hombres, y usó el largo látigo para azuzar la grupa del caballo y obligarlo a trotar. Eugenia cayó pesadamente sobre el cojín de pelo de caballo del carruaje, y emitió una breve exclamación antes de gritar a Mariana:
—¿Qué estás haciendo? ¡No me tratarás así!
Mariana no le hizo caso y miró por encima del hombro a los cuatro hombres que habían llegado al sendero donde el carruaje estaba un momento antes. Sabía que estaba muy lejos de las casas, en el centro mismo del parque, y dudaba que alguien les oyese si gritaban.
Eugenia, que aferraba con fuerza el mango de su sombrilla, consiguió volverse para averiguar cuál era el objeto de atención de Mariana; pero los cuatro hombres no la atemorizaron. Su primer pensamiento fue preguntarse cómo era posible que esa chusma entrara en el parque de un caballero. Uno de los hombres agitó el brazo, para indicar a sus compañeros que lo siguieran, y se lanzó tras el carruaje que huía. Los hombres montaban a caballo torpemente, y se aferraban a las sillas tanto como a las riendas; el movimiento del cuerpo no acompañaba armónicamente al de las cabalgaduras, y en cambio golpeaban una y otra vez la silla con movimientos duros y pesados.
Eugenia volvió los ojos hacia Mariana, y también ella se atemorizó, pues al fin comprendió que los hombres las perseguían.
—¿No puedes conseguir que ese jamelgo vaya más deprisa? —gritó, aferrándose a los costados del carruaje—. Pero éste no había sido construido para avanzar a gran velocidad.
Los hombres, que exigían la mayor velocidad posible a sus caballos lentos y macizos, comprendieron que las mujeres se les escapaban. El hombre de la camisa rayada sacó un arma de su ancho cinto y disparó un tiro que pasó sobre el carruaje y atravesó la oreja izquierda del caballo.
El animal comenzó a detenerse y el carruaje cayó sobre las patas del animal cuando éste se detuvo bruscamente, a la vez que Mariana tiraba con fuerza de las riendas. Eugenia gritó otra vez y se acurrucó en un rincón del carruaje, con el brazo cubriéndole la cara, mientras Mariana permanecía de pie, con las piernas muy abiertas para afirmarse y una mano en cada rienda.
—¡Quieto, muchacho! —ordenó, y el caballo fue tranquilizándose gradualmente; pero tenía una expresión salvaje en los ojos. Mariana ató las riendas frente del carruaje, se apeó y se acercó al animal; le acarició el pescuezo con las manos, hablándole tiernamente en francés mientras apoyaba la mejilla contra el hocico.
—Mira eso, compañero. No siente el más mínimo miedo del animal que sangra.
Mariana miró a los cuatro hombres que rodeaban el carruaje.
—Jovencita, usted sabe manejar un caballo —dijo uno de los hombres—. Nunca he visto nada semejante.
—Y mira qué pequeña es. Será un verdadero placer llevarla con nosotros.
—Un momento —ordenó el hombre de la camisa de rayas, que sin duda era el jefe—. ¿Cómo sabemos que es ella? ¿Y ésta? —Señaló a Eugenia, que continuaba acurrucada en un rincón del carruaje, tratando sin éxito de desaparecer en su interior. La joven tenía la cara blanca de terror.
Mariana permaneció en silencio, sosteniendo con las manos la cabeza del caballo. A sus ojos, esto era la repetición del horror que había vivido en Francia, de modo que tenía bastante experiencia para guardar silencio mientras buscaba el modo de huir.
—Es ella —dijo uno de los hombres, señalando a Mariana—. Sé distinguir a una dama.
—¿Quién es Eugenia Suárez? —preguntó el hombre de la camisa a rayas. Tenía el ancho mentón cubierto por la barba de varios días.
Mariana pensó que se trataba de un secuestro. Lo único que tenían que hacer las mujeres era demostrar que el padre de Eugenia no poseía dinero suficiente para pagar un rescate.
—Es ella —dijo Eugenia y se irguió en el asiento. Con su brazo regordete señaló a Mariana—. Ella es la condenada dama. Yo trabajo a su servicio.
—¿Qué os había dicho? —observó uno de los hombres—. Esta no habla como una dama. Ya os dije que es la otra.
Mariana permaneció inmóvil, con la espalda recta, el mentón alto, observando a Eugenia, cuya mirada reflejaba el sentimiento de triunfo. Sabía que nada podía hacer ni decir; de todos modos, los hombres se la llevarían consigo. Por supuesto, cuando supieran que era una refugiada francesa que no tenía un chelín, la liberarían, pues perderían las esperanzas de obtener rescate.
—De modo que es así, joven —dijo uno de los hombres—. Vendrá con nosotros. Y ojalá se muestre sensata y no nos acarree dificultades.
Mariana sólo pudo menear la cabeza, sin decir palabra.
El hombre le ofreció la mano y ella la aceptó; deslizó un pie en el estribo, junto al del jinete. Un instante después estaba sobre la silla, frente a él, y sus dos pies pendían a ambos lados del caballo.
—Es una belleza, ¿verdad? —preguntó el hombre—. No me extraña que él quiera que se la llevemos. Fijaos, supe que era una dama en cuanto la vi. Siempre se las conoce por el modo de comportarse.
Sonrió satisfecho ante su propia sabiduría. Rodeó la cintura de Mariana con un brazo velludo, y con movimientos torpes apartó el caballo del carruaje inmóvil.
Eugenia permaneció inmóvil varios minutos, contemplando al grupo. Por supuesto, la alegraba que su rápido ingenio le hubiese permitido escapar de los hombres, pero estaba enojada porque esos estúpidos no habían visto en ella a la dama. Cuando el silencio volvió a reinar en el parque, comenzó a mirar de nuevo a su alrededor. Estaba sola. No sabia conducir el carruaje, de modo que no veía cómo podría regresar a su casa. La única forma era caminando. Cuando su talón toco la grava y las piedras presionaron su piel a través de la delgada lámina de cuero, maldijo a Mariana porque le provocaba tales sufrimientos. Y cuando al fin llegó, estaba tan enfadada que había olvidado por completo el secuestro. Sólo después, cuando ella y su padre concluyeron una cena de siete platos, le mencionó el asunto. Camilo Suárez estaba casi dormido, y dijo que esos hombres sin duda liberarían a la muchacha de todos modos, por la mañana hablaría con las autoridades.
Eugenia se dirigió a su dormitorio, y pensó en el modo de encontrar otra doncella. ¡Dios mío, todas eran tan desagradecidas!

La planta baja de la posada era una habitación larga con paredes de piedra que convertían el lugar en un ambiente frío y oscuro. En la habitación había varias mesas largas de caballete. Los cuatro secuestradores estaban sentados en los bancos frente a una de las mesas. Ante ellos había cuencos de loza gruesa, colmados con un tosco guisado de carne, y cada uno tenía una alta jarra de cerveza. Los hombres se sentaban apenas sobre los duros bancos. Un día a caballo era una experiencia nueva para ellos, y lo estaban pagando, porque sentían dolorido todo el cuerpo.
—No confío en ella, y eso es todo —. Dijo uno de los hombres—. La veo muy silenciosa. Parece muy inocente con esos ojos grandes, pero digo que está planeando algo. Y es algo que nos traerá dificultades.
Los tres hombres restantes lo escucharon, y en sus rostros se dibujó la preocupación.
El primer hombre continuó:
—Ya sabéis cómo es él. No quiero correr el riesgo de perderla. Lo único que deseo es llevarla a América, entregársela como nos ordenó y que no haya inconvenientes.
El hombre de la camisa a rayas bebió un largo sorbo de cerveza.
—Joe tiene razón. Una dama que puede manejar un caballo como lo hizo ella no temerá huir. ¿Alguien se ofrece para vigilarla toda la noche?
Los hombres gimieron al sentir el dolor de sus músculos. Habían contemplado la posibilidad de maniatar a la prisionera, pero en ese sentido las órdenes eran muy rigurosas. No debían hacerle el más mínimo daño.
—Joe, ¿recuerdas cuando aquel médico te dio unas puntadas en el pecho?
Joe asintió desconcertado.
—¿Recuerdas ese polvo blanco que te dio y que te provocó el sueño? ¿Te parece que podrías conseguir un poco?
Joe paseó la mirada por los restantes clientes de la posada. Formaban una variada colección, desde una pareja de ratas de alcantarilla a un elegante caballero que estaba solo en un rincón. Joe sabía que con un grupo así podría comprar lo que se le antojase.
—Creo que puedo conseguirlo —dijo.

Sentada en el borde de la cama, en el sucio cuartito de la planta alta, Mariana miró a su alrededor. Ya se había acercado a la ventana y descubierto que había un caño de desagüe que corría lo largo de la pared, y el techo de un depósito inmediatamente debajo de la ventana. Después, cuando estuviese más oscuro y el patio se vaciara, quizás arriesgaría la fuga. Por su puesto, podía decir su verdadera identidad a los hombres, pero todavía era un poco temprano, porque aún estaban a pocas horas de distancia del hogar de Eugenia. Se preguntó cómo habría regresado Eugenia a la casa y cuántas horas le habría llevado recorrer el trayecto si había tenido que caminar. Después, el señor Suárez necesitaría un tiempo para encontrar a la autoridad del condado, difundir la alarma y organizar la búsqueda. No, todavía era muy temprano para revelar su identidad a los hombres. Esa noche intentaría fugarse y si fracasaba, por la mañana los sacaría de su error. Entonces, la dejarían en libertad. Rogaba a Dios que esos individuos no se encolerizaran.
Cuando se abrió la puerta volvió los ojos hacia los cuatro hombres que entraron al cuartito.
—Le hemos traído algo de beber. Chocolate auténtico de América del Sur. Vea, uno de nosotros ha viajado y ha traído esto.
¡De modo que eran marinos! Fue lo que pensó Mariana mientras aceptaba el jarro. ¿Cómo no lo había advertido antes? Por eso se mostraban tan torpes a caballo, y las ropas que vestían olían de un modo tan extraño.
Mientras bebía el delicioso chocolate, comenzó a relajarse, y la calidez y la dulzura de la bebida se difundieron por todo su cuerpo; le permitieron comprender que cansada estaba. Trató de concentrar su atención en el plan de fuga, pero sus pensamientos pasaron de un tema a otro, y comenzaron a perder claridad. Elevó los ojos hacia los hombres inclinados sobre ella, observándola ansiosamente como niñeras gigantescas y barbudas, y sin saber muy bien porqué, sintió el deseo de tranquilizarlos. Sonriendo, cerró los ojos y se adormeció.

Mariana no despertó en las veinticuatro horas siguientes. Tuvo la imprecisa idea de que la elevaban, de que la manipulaban como si fuera una niña. Intuyó que a veces alguien manifestaba preocupación por ella, y trató de sonreír y afirmar que estaba bien, pero no atinaba a pronunciar las palabras. Soñó constantemente, y recordó el castillo de sus padres, y el columpio bajo el sauce en el jardín; sonrió al recordar los momentos felices pasados en la casa del molinero, con el abuelo. Ella solía balancearse en una hamaca, moviéndose suavemente cuando el tiempo era muy cálido.
Cuando abrió lentamente los ojos, el balanceo del sueño no cesó. Pero en lugar de árboles vio sobre ella una hilera de tablas. Qué extraño, pensó, seguramente alguien había armado una plataforma sobre la hamaca, y se preguntó tranquilamente para qué servía eso.
—¡De modo que se ha despertado! Les dije a esos marineros que le dieron demasiado opio. Y es realmente extraño que haya conseguido despertar. Los hombres siempre hacen mal las cosas. Venga, le preparé un poco de café. Es bueno, y está muy caliente.
Al volverse, Mariana elevó la mirada mientras una mujer deslizaba una mano grande bajo la espalda de la joven francesa, y prácticamente la levantaba de la cama. Ciertamente, no estaba en un jardín sino en un pequeño cuarto desnudo. Quizá la droga había determinado que sintiese ese balanceo. No le extrañaba que hubiese soñado con una hamaca.
—¿Dónde estamos? ¿Quién es usted? —consiguió preguntar mientras bebía el café fuerte y caliente.
—Todavía está mareada ¿verdad? Soy Esperanza, dime Hope, y el señor Riera me contrató para cuidarla.
Mariana la miró a los ojos. El nombre de Riera le dijo algo, pero no podía recordar qué. Cuando el café negro comenzó a aclararle la conciencia, miró a Hope. Era una mujer alta y huesuda, de rostro ancho, con mejillas que parecían siempre sonrosadas,  y le recordó a Mariana a una niñera que ella había tenido muchos años antes. Hope exudaba un aire de confianza y sentido común, un sentimiento de seguridad y serenidad.
—¿Quién es el señor Riera?
Esperanza tomó la taza vacía y volvió a llenarla.
—En efecto, le han dado demasiado de esa droga. El señor Riera .Nicolás Riera. ¿Ahora lo recuerda? El hombre con quien usted debe casarse.
Mariana parpadeó deprisa, bebió más café de la cafetera que se encontraba sobre un pequeño brasero de carbón, y comenzó a recordarlo todo.
—Me temo que ha habido un error. No soy Eugenia Suárez, y no estoy comprometida con el señor Riera.
—De modo que... —comenzó a decir Hope, y se sentó en el camastro inferior—. Querida, creo que será mejor que me narre la historia completa.
Cuando Mariana concluyó, se echó a reír.
—Como ve, estoy segura de que los hombres me dejarán libre apenas conozcan la verdad.
Esperanza guardó silencio.
—¿No lo harán?
—Creo que el asunto es más complicado de lo que usted cree —opinó Hope—. En primer lugar, hace doce horas que navegamos camino a América. 

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